Hay regresos que no se cuentan. Se sienten. Nacen desde un lugar tan hondo que no se puede explicar con palabras simples. Hay regresos que parecen latir antes de que ocurran, como si el corazón supiera que algo está por volver a encenderse. Y cuando ese regreso es después de veintidós años, cuando ese regreso es de Ángel “El Motorcito” Ojeda, entonces no vuelve un boxeador: vuelve un hombre completo, un hombre marcado por su historia, moldeado por su destino, con cicatrices que no duelen pero que hablan, con recuerdos que pesan, con un fuego que nunca se apagó aunque él creyera lo contrario. Vuelve alguien que dejó una parte de su alma en el ring, y que ahora regresa a buscarla.
Todo empezó cuando era apenas un gurí de trece años. Un pibe inquieto, con el brillo del hambre en los ojos y con un padre que era más que un padre: era una brújula. No había metodologías modernas ni preparadores físicos ni rutinas sofisticadas. Había un gimnasio simple, con olor a cuero usado, bolsas parchadas y sogas gastadas. Y en medio de todo eso, un padre con una mentalidad adelantada a su época. Entrenaba duro, entrenaba fuerte, entrenaba como aquellos viejos guerreros que no necesitaban discursos porque su sola presencia imponía respeto. Él había sido boxeador, había aprendido en Buenos Aires, había vivido la disciplina real, esa disciplina que se mama, que se respira, que se transmite sin explicarla.
Una tarde, mientras el sol caía en diagonal por una ventana rota, el padre de Ángel lo miró fijo y dijo una frase que perforó el tiempo:
“No necesitás un carné profesional. Desde hoy ya sos profesional.”
No era una frase bonita para motivar. Era una sentencia. Una marca. Un punto de partida. Era una declaración de amor de un padre a su hijo: “Confío en vos. Creo en vos. Te veo grande aunque seas un niño.”
Esa frase no le cambió el día. Le cambió la vida entera. Le dio identidad. Le dio rumbo. Le dio el permiso para soñar.
Ángel empezó a competir en una época donde no existían los Juegos Evita, donde las oportunidades eran pocas, donde había que viajar en colectivos destartalados durante horas para llegar a un torneo. Donde a veces tenían que pedir guantes prestados porque no alcanzaban. Donde el éxito no se medía en medallas, sino en voluntad. Pero ahí estaba él, con trece años, con un corazón más grande que su cuerpo, entrenado por un padre que lo preparaba aeróbicamente, mentalmente, espiritualmente. Su padre lo hizo boxeador antes de que nadie lo supiera. Era un adelantado. Formó a compañeros, a jóvenes que después serían nombres conocidos. Tenía un don para ver el potencial donde otros no veían nada. Y Ángel, como hijo, absorbía cada gesto, cada técnica, cada palabra, cada silencio.
Y entonces llegó esa pelea que marcaría para siempre la historia: la noche contra Hugo Soto. Un boxeador que venía de pelear un título mundial en Tokio. Un hombre que ya tenía su nombre en la historia. A Ángel le dijeron que tenía que perder. “Tenés que perder, es parte del arreglo”, le dijeron. Era “el rival útil”, el hombre que debía servir de escalón para que otro suba. Eso decía el mundo. Pero había algo más grande dentro suyo.
Cuando subió al ring y escuchó su apellido, algo se encendió. Una llama que no sabía que tenía. Una memoria escondida. La voz de su padre resonando desde el fondo de la cabeza.
“Tenía que perder —dice Ángel— pero salí a ganar. Por mi convicción y por el apellido OJEDA.”
Y ganó.
Ganó contra el guion. Ganó contra las órdenes. Ganó contra el miedo. Ganó porque nadie puede decidir por vos cuando ya decidiste vos mismo. Ganó porque su orgullo podía más. Porque la sangre le ardía. Porque un verdadero boxeador no sabe vender su alma. Porque el fuego interior era más fuerte que todo.
Pero lo más duro no fue eso. Lo más bravo vino después. Porque la vida, esa vida que golpea sin técnica, sin avisar, sin pausa, fue la que realmente lo puso a prueba. Esa vida que te tira al piso sin contar los segundos, que te exige levantarte sin darte un respiro. La vida le dio golpes que ningún rival pudo darle nunca. Le quitó cosas, le enseñó a la fuerza, lo hizo caer y levantarse tantas veces que perdió la cuenta. Y aun así, sigue acá. Porque Ángel peleó también contra la vida… y ganó. Ganó porque no se rindió. Ganó porque siguió avanzando. Ganó porque la historia seguía escribiéndose adentro suyo.
Pero hay un capítulo de su historia que, cuando lo cuenta, lo quiebra. La historia de su madre. Esa mujer fuerte, de fe inmensa, de corazón inmenso, que acompañaba sin estar, que cuidaba sin decir, que amaba sin pedir nada.
Ella le preparaba la bata con sus manos, acomodaba las botas, ordenaba cada detalle antes de cada pelea. Ella lo despedía en la puerta, con una sonrisa nerviosa que él no veía. Nunca fue a verlo pelear. Nunca. Y de pibe él no entendía. Le dolía un poco, pero no lo decía. No sabía que detrás había un amor gigantesco, un miedo profundo, un dolor escondido.
Ella se quedaba en casa. Prendía velas a la Virgen. Repetía rezos a la Difunta Correa, a quien era profundamente devota. Rezaba por él mientras él peleaba en otro lugar. Rezaba para que vuelva entero. Rezaba para que vuelva vivo. Rezaba para no morirse de miedo.
Un día Ángel le preguntó:
“Mamá, ¿por qué nunca venís a verme pelear?”
Y ella, con una sinceridad casi infantil, le dijo:
“Acá estoy bien, y sé que vos estás bien.”
Esa frase, simple, suave, pero llena de amor, se le clavó en el alma. Era su forma de decir “si voy, me destruyo por dentro”. Era su forma de cuidarlo sin verlo. Era su forma de protegerlo con la fe.
Hoy, de grande, de padre, de entrenador, recién entiende. Recién ahora dimensiona el sacrificio, el miedo, la angustia, el amor. Recién ahora entiende la valentía silenciosa de esa mujer. Por eso cuida a sus alumnos. Por eso no forma solo boxeadores: forma personas. Porque sabe que detrás de cada chico que sube al ring hay historias, madres, padres, sueños, miedos, esperanzas.
Y entonces llega este regreso. Este renacer. Este temblor en el alma.
Después de veintidós años, Ángel vuelve a ponerse los guantes. Pero vuelve diferente. Vuelve maduro, consciente, agradecido, fuerte. Vuelve sabiendo lo que significa subir a un ring. Vuelve sabiendo que cada paso es memoria. Vuelve sabiendo que no está solo. Porque este regreso no es suyo: es de su padre, es de su madre, es de su familia entera.
Su hija Fátima, “La Niña” Ojeda, abre la noche. Ella es el futuro. Es la continuación. Es la prueba de que el legado sigue vivo. Tres generaciones unidas por el mismo deporte. Una línea recta desde el pasado al futuro. Un círculo perfecto. Una señal del destino. Y él, Ángel, cierra la noche con un combate junto a la leyenda José Martínez. Dos nombres que pesan, dos historias que se cruzan, dos corazones que laten al mismo ritmo.
El domingo 7 de diciembre no será una fecha más. Será una noche que quedará grabada en quienes la vivan. Una noche donde no se pelea por fama ni por títulos. Se pelea por algo más grande: por la identidad, por la sangre, por el apellido, por la memoria, por el amor.
Ángel pelea por él.
Pelea por sus hijos.
Pelea por su familia.
Pelea por su padre.
Pelea por su madre, que lo cuidó desde las sombras.
Pelea por cada golpe recibido.
Pelea por cada lágrima derramada.
Pelea por cerrar un ciclo con honor.
Pelea por decir “acá estoy, todavía estoy, sigo siendo yo.”
Será una noche donde todos ganan. Una noche donde el público va a sentir la piel erizarse. Donde habrá gritos, lágrimas, aplausos, emoción pura. Una noche donde el boxeo será familia, será historia, será corazón. Una noche donde vuelve él. El Motorcito.
Y cuando dé el primer paso sobre el ring, todos lo van a saber:
Ese motor nunca se apagó.
Solo estaba esperando este momento.
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